Sonatas. Primeras narraciones by Ramón del Valle-Inclán

Sonatas. Primeras narraciones by Ramón del Valle-Inclán

autor:Ramón del Valle-Inclán
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 9788466337540
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2017-03-01T00:00:00+00:00


Estábamos sentados en el sofá y hacía mucho tiempo que hablábamos. La pobre Concha me contaba su vida durante aquellos dos años que estuvimos sin vernos. Una de esas vidas silenciosas y resignadas que miran pasar los días con una sonrisa triste, y lloran de noche en la oscuridad. Yo no tuve que contarle mi vida. Sus ojos parecían haberla seguido desde lejos, y la sabían toda. ¡Pobre Concha! Al verla demacrada por la enfermedad, y tan distinta y tan otra de lo que había sido, experimenté un cruel remordimiento por haber escuchado su ruego aquella noche en que, llorando y de rodillas, me suplicó que la olvidase y que me fuese. ¡Su madre, una santa enlutada y triste, había venido a separarnos! Ninguno de nosotros quiso recordar el pasado y permanecimos silenciosos. Ella resignada: Yo con aquel gesto trágico y sombrío que ahora me hace sonreír. Un hermoso gesto que ya tengo un poco olvidado, porque las mujeres no se enamoran de los viejos, y sólo está bien en un Don Juan juvenil. ¡Ay, si todavía con los cabellos blancos, y las mejillas tristes, y la barba senatorial y augusta, puede quererme una niña, una hija espiritual llena de gracia y de candor, con ella me parece criminal otra actitud que la de un viejo prelado, confesor de princesas y teólogo de amor! Pero a la pobre Concha el gesto de Satán arrepentido le hacía temblar y enloquecer: Era muy buena, y fue por eso muy desgraciada. La pobre, dejando asomar a sus labios aquella sonrisa doliente que parecía el alma de una flor enferma, murmuró:

—¡Qué distinta pudo haber sido nuestra vida!

—¡Es verdad!... Ahora no comprendo cómo obedecí tu ruego. Fue sin duda porque te vi llorar.

—No seas engañador. Yo creí que volverías... ¡Y mi madre tuvo siempre ese miedo!

—No volví porque esperaba que tú me llamases. ¡Ah, el Demonio del orgullo!

—No, no fue el orgullo... Fue otra mujer... Hacía mucho tiempo que me traicionabas con ella. Cuando lo supe, creí morir. ¡Tan desesperada estuve, que consentí en reunirme con mi marido!

Cruzó las manos mirándome intensamente y, con la voz velada, y temblando su boca pálida, sollozó:

—¡Qué dolor cuando adiviné por qué no habías venido! ¡Pero no he tenido para ti un solo día de rencor!

No me atreví a engañarla en aquel momento, y callé sentimental. Concha pasó sus manos por mis cabellos y, enlazando los dedos sobre mi frente, suspiró:

—¡Qué vida tan agitada has llevado durante estos dos años!... ¡Tienes casi todo el pelo blanco!...

Yo también suspiré doliente:

—¡Ay! Concha, son las penas.

—No, no son las penas. Otras cosas son... Tus penas no pueden igualarse a las mías, y yo no tengo el pelo blanco...

Me incorporé para mirarla. Quité el alfilerón de oro con que se sujetaba el nudo de los cabellos, y la onda sedosa y negra rodó sobre sus hombros:

—Ahora tu frente brilla como un astro bajo la crencha de ébano. Eres blanca y pálida como la luna. ¿Te acuerdas cuando quería que me disciplinases con la madeja de tu pelo?.



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